Los mexicanos no tuvimos que esperar mucho para recibir el regalo de Reyes envuelto en el aumento generalizado de los precios que traerá consigo la tan temida inflación. Iniciamos 2010 bajo enormes presiones contra la economía popular, así en los discursos de ocasión las autoridades se ufanen de que ya estamos en la ruta de la recuperación de las actividades productivas.
Pero resulta imposible no ver la realidad, culpabilizar a los otros por el fracaso de las estrategias oficiales que tan pronto se enuncian como se desvanecen sin pena ni gloria. Ni siquiera las agencias calificadoras, a las que la actual administración solía rendir culto, escapan –no sin cierta ironía– a la tarea de desmitificar las cuentas alegres del gobierno: “La recuperación económica de México durante 2010 estará marcada por la magia de la ilusión aritmética generada por el juego de los números, y no por un crecimiento real, sostuvo Moody’s”, según la nota recogida en La Jornada de ayer, antes de que el Presidente se dirija a la nación para justificar los ajustes de enero. El análisis del experto Alfredo Coutiño sugiere tomar con precaución los datos, pues la caída ha sido tan fuerte y la dependencia hacia la economía estadunidense es tan decisiva que aún falta un largo camino por recorrer antes de gritar que México ya está fuera de peligro.
Así que comenzamos la década del Bicentenario como era previsible: en la incertidumbre, sin saber qué nuevos riesgos nos acechan al borde del camino. La única certeza a nuestro alcance es que la crisis dejará una estela de víctimas cuyo rescate será lento y tal vez doloroso. A decir verdad, las grandes cifras apenas si dejan ver la tragedia de innumerables familias cuyos miembros, uno a uno, han venido perdiendo el empleo, sin saber si algún día lo recuperarán. El cerco se estrecha al reducirse las posibilidades de la migración y el descenso de las remesas desde Estados Unidos. Los programas sociales, no obstante su peso, no logran impedir que nuevos millones de pobres aparezcan en la escena y ya comienza a cuestionarse su eficacia como palancas para avanzar hacia una vida productiva más equitativa. Al conservadurismo doctrinario en esta materia se suma la falta de oficio e imaginación de la administración pública, su confesada parcialidad, el horror a convertir a los pobres en sujetos de las reformas imprescindibles que el país requiere para dejar de ser una potencia demográfica hundida en el subdesarrollo y la desigualdad. Para el que quiera verlo, resulta evidente que la multiplicación del changarrismo y el pase automático a la economía informal no pueden ser la salida para los jóvenes cuyo futuro está hipotecado a un modelo que lleva décadas sin rendir frutos. Esa falsa opción tampoco es viable para los trabajadores calificados que la incuria gubernamental, con su mentalidad paternalista y patronal, arroja a la nada laboral, como ocurre con los electricistas de la antigua Luz y Fuerza del Centro. A ellos, les ofrece liquidaciones altísimas para romper la solidaridad gremial; capacitación para crear pequeñas empresas, pero jamás se ha planteado en serio la recontratación de los trabajadores para lo que sí están preparados, así se ponga en riesgo la operación del sistema improvisando brigadas que desconocen el terreno. La liquidación, ya lo sabemos, es una venganza no una reforma necesaria en el sentido racional del término.
Aunque de palabra los últimos gobiernos han decretado más de una vez el ingreso de la economía mexicana al primer mundo, (regístrese esa presencia en la OCDE u otras siglas) a la hora buena, en los hechos, preferirían tener una fuerza laboral tan barata como en China o India, pues sólo saben competir intensificando la explotación de los trabajadores. Por eso son minúsculos los esfuerzos educativos, la innovación productiva, la obligada articulación entre ciencia, tecnología y educación como palanca para aumentar la competitividad. Por eso es difícil de creer que las reformas laborales solicitadas por los empresarios con el respaldo oficial busquen liberar a los asalariados de las muchas mafias sindicales que lucran con ellos, como hipócritamente denuncian algunos caza-monopolios, pues lo que de veras pretenden es cancelar los últimos vestigios legales que aún protegen derechos sociales como la contratación colectiva y otros semejantes. Aunque los sindicatos, sobre todo los que actúan en empresas estratégicas como Pemex o la CFE, otrora correas de transmisión del poder vertical del Presidente, son, salvo excepciones, instrumentos serviles para doblegar cualquier resistencia organizada a la política económica en curso, en la visión dominante, es decir, neoliberal, subsiste la idea de que el mejor sindicato es aquél que funciona como una oficina laboral al servicio de las empresas.
Esa debilidad del mundo sindical, que se puede hacer extensivo en grados diversos a la organización social de otros sectores, aunada al reflujo de la acción democrática en la sociedad civil, no obstante la crispación del lenguaje, minimiza la protesta social que tampoco los partidos recogen ni representan. Es increíble que en medio de una crisis como la que estamos viviendo, en México no existan mecanismos eficaces para intentar lo que en otros países llaman diálogo social, esto es, la búsqueda conjunta de soluciones a los problemas más graves. Aquí se prefiere la ficción a la realidad, de modo que el gobierno dialoga con los empresarios pero se sirve del apoyo político de los grandes sindicatos, desnaturalizando la búsqueda de acuerdos como una inútil solemnidad que no lleva a ninguna parte. Las cuentas, dicen, se cobrarán en las urnas. Pero ésta es una mentira piadosa, una ilusión.
Pero el malestar, acrecido por la sensación de inseguridad a que da lugar la extensión de la violencia incrustada en la realidad cotidiana, está ahí, es tan real que casi podría palparse. Y puede saltar sin aviso. Más vale que lo tengamos en cuenta para que luego nadie se llame a sorpresa.
jueves, 7 de enero de 2010
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